¿Libertad religiosa o libertad de los cristianos?

(, traditiondigital) Entre los eslóganes del lenguaje “políticamente correcto” se encuentra el término de libertad religiosa, usado a veces de manera impropia por los católicos también como sinónimo de libertad de la Iglesia o libertad de los cristianos. En realidad, se trata de términos y conceptos diferentes, sobre los cuales parece necesaria una aclaración.

La equivocación, presente ya en la declaración conciliar Dignitatis Humanae (1965), nace de la fallida distinción entre fuero interno, que es el ámbito de la conciencia personal, y fuero externo, que es el ámbito de lo público, o sea de la profesión y la propaganda pública de las convicciones religiosas personales.

La Iglesia, con Gregorio XVI en Mirari Vos (1836), con Pío IX en el Syllabus y en Quanta Cura (1864), y también con León XIII en Immortale Dei (1885) y Libertas (1888), nos enseña que:

  1. Nadie puede ser obligado a creer, en su fuero interno, porque la fe es una elección íntima de la conciencia del hombre.
  2. El hombre no tiene derecho a la libertad religiosa en el fuero externo,es decir a la libertad de profesar y difundir cualquier religión,porque sólo la verdad y el bien tienen derechos, y no los tienen el mal y el error.
  3. El culto público de las falsas religiones puede eventualmente ser tolerado por las autoridades civiles en pos de un bien más grande que puede obtenerse o de un mal mayor que puede evitarse, pero en sí mismo puede ser reprimido incluso con la fuerza si fuese necesario.Pero el derecho a la tolerancia es una contradicción porque, como resulta evidente a partir del mismo término, lo que se tolera no es un bien, sino que es siempre y sólo un mal. En la vida social delas naciones, el error puede ser tolerado en cuanto hecho, pero en ningún caso admitido como un derecho. El error “no tiene objetivamente ningún derecho ni a la existencia ni a la propaganda,ni a la acción” (Pío XII, Discurso Ci Riesce, 1953).

Además, el derecho a ser inmune de toda coacción, o sea el hecho de que la Iglesia no imponga a nadie la fe católica, sino que exija la libertad del acto de fe, no nace de un presunto derecho natural a la libertad religiosa (es decir, de un presunto derecho natural a creer en cualquier religión), sino que se fundamenta sobre el hecho de que la religión católica, la única verdadera, debe de ser abrazada en plena libertad y sin ninguna constricción. La libertad del creyente se funda sobre la verdad creída y no sobre la autodeterminación del individuo. El católico, y sólo el católico, tiene el derecho natural a profesar y practicar su religión y tiene este derecho porque la suya es la religión verdadera. Esto significa que ningún otro creyente que no sea católico tiene el derecho natural a profesar su religión. La contraprueba la aporta el hecho de que no existen derechos sin deberes y viceversa. La ley natural, compendiada en los 10 Mandamientos, se expresa en manera prescriptiva, o sea impone unos deberes de los que nacen unos derechos. Por ejemplo, del Mandamiento “No matarás al inocente” nace el derecho a la vida del inocente. El rechazo al aborto es una prescripción del derecho natural que prescinde de la religión de quien a ella se conforme. Y esto vale para los siete Mandamientos de la Segunda Tabla. Comparar el derecho a la libertad religiosa con el derecho a la vida, considerándolos ambos derechos naturales, es por lo tanto un sinsentido.

De hecho, los tres primeros mandamientos del Decálogo no se refieren a una deidad cualquiera, sino sólo al Dios del Antiguo y del Nuevo Testamento. Del Primer Mandamiento, que impone adorar al único verdadero Dios, nace el derecho a profesar y el deber de profesar no una religión cualquiera, sino la única verdadera religión. Y esto vale tanto para el individuo como para el Estado. El Estado, al igual que cada individuo, tiene el deber de profesar la verdadera religión, incluso porque no existe un fin del Estado distinto al del individuo.

La razón por la que el Estado no puede obligar a nadie a creer no nace del principio de la neutralidad del Estado, sino del hecho de que la adhesión a la verdad debe ser plenamente libre. Si el individuo tuviera el derecho de predicar y profesar públicamente cualquier religión, el Estado tendría el deber de la neutralidad religiosa. Pero tal cosa ha sido repetidamente condenada por la Iglesia.

Por todo lo dicho, afirmamos que el hombre tiene el derecho natural no de profesar cualquier religión, sino de profesar la verdadera. Sólo si la libertad religiosa es entendida como libertad cristiana se podrá hablar de derecho a ella.

Hay quien sostiene que hoy en día vivimos de hecho en una sociedad plural y secularizada, los Estados católicos han desaparecido y Europa es un continente que ha dado la espalda al cristianismo. El problema concreto sería entonces el de los cristianos perseguidos en el mundo, y no el del Estado católico. Nadie lo niega, pero la constatación de un hecho no equivale a la afirmación de un principio. El católico debe desear con todas sus fuerzas una sociedad y un Estado católico en el que Cristo pueda reinar, como explica Pío XI en la encíclica Quas Primas (1925).

La distinción entre la “tesis” (el principio) y la “hipótesis” (la situación concreta) es bien conocida. Cuanto más estemos obligados a sufrir la hipótesis, más se debe intentar dar a conocer la tesis. Por lo tanto, no renunciemos a la doctrina de la Realeza social de Cristo: hablemos de los derechos de Jesucristo a reinar en la sociedad entera y de su Reino como única solución a los males modernos. Y en vez de luchar por la libertad religiosa, que significa la equiparación jurídica de la verdadera religión con las falsas, luchemos en defensa de la libertad de los cristianos, perseguidos hoy por el islam en Oriente y por la dictadura del relativismo en Occidente.

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