Entre las numerosas comisiones de trabajo creadas por el papa Francisco está
la comisión mixta de expertos croatas católicos y y serbios ortodoxos para una
relectura en común de la figura del cardenal Aloysius Stepinac, arzobispo de
Zagreb.
En los días 12 y 13 de julio de 2017 la mencionada comisión celebró en
la Domus Sanctae Marthae del Vaticano su última reunión, presidida por el
padre Bernard Ardura, presidente de la Pontificia Comisión de Ciencias
Históricas.
El comunicado conjunto de la Comisión, publicado por la Oficina de Prensa de
la Santa Sede el pasado 13 de julio, afirma: «El estudio de la vida del cardenal
Stepinac ha enseñado que todas las iglesias a lo largo de la historia han sufrido
cruelmente varias persecuciones y tienen sus mártires y confesores de la fe. En
este sentido, los miembros de la Comisión se han puesto de acuerdo sobre la
posibilidad de cooperación en el futuro, de cara a una obra común, para
compartir la memoria de los mártires y confesores de las dos iglesias».
Esta afirmación, que sintetiza seis reuniones de trabajo sostenidas por la
Comisión, invierte el concepto católico de martirio. En realidad, el martirio,
según la Iglesia Católica, es la muerte sufrida por haber dado testimonio de la
Verdad. No una verdad cualquiera, sino una Verdad de fe o de moral católica. La
Iglesia celebra, por ejemplo, el martirio de San Juan Bautista, que padeció la
muerte por reprender públicamente el adulterio de Herodes. Como dijo San
Agustín: martyres non facit poena, sed causa (Enarrationes in Psalmos, 34, 13,
col. 331). No es la muerte la que hace al mártir, sino la razón de la muerte,
provocada por odio a la fe o la moral católica.
Por el contrario, para la comisión presidida por el padre Ardura, martyres non
facit causa, sed poena: eso y no otra cosa significa la equiparación, «de los
mártires y confesores de las dos iglesias», la católica y la ortodoxa. Según el
comunicado, este principio se puede extender a todas las iglesias, que han
tenido mártires y confesores de su respectiva fe.
Ahora bien, si por mártir se entiende aquel que padece la muerte por defender
su propia verdad, ¿por qué considerar también mártir a aquel cristiano sui
generis que fue Giordano Bruno, llevado a la pira por la Iglesia Católica en el
Campo de’ Fiori, el 17 de febrero de 1600? A fin de cuentas la Masonería lo ha
considerado siempre un mártir de la religión de la libertad, y como tal, el
dominico apóstata fue objeto de un homenaje el pasado 17 de febrero en la sede
del Gran Oriente de Italia.
Precisamente un sacerdote, don Francesco Pontoriero, de la diócesis dei
Mileto, ha reconstruido en la sede de la Masonería italiana las decisiones de
Jordano Bruno «hasta la última, que lo llevó a regresar a Venecia, donde pendía
sobre él una condena a muerte, y por consiguiente a abrazar el martirio,
consciente de que sólo de ese modo su mensaje de libertad tendría resonancia
a lo largo de los tiempos».
Dos días antes del encuentro de Santa Marta, el papa Francisco promulgó una
disposición que ha escapado a la atención general: el motu proprio Maiorem
hac dilectionem, del pasado 11 de julio, que introduce «el ofrecimiento de la
vida» como un nuevo caso particular para la beatificación y la canonización,
aparte de las modalidades tradicionales del martirio y del grado heroico de las
virtudes.
En un artículo publicado el mismo 11 de julio en el Osservatore Romano, el
arzobispo Marcello Bartolucci, secretario de la Congregación para las Causas
de los Santos, explica que hasta ahora las tres vías prescritas para alcanzar la
beatificación eran el martirio, las virtudes heroicas y la llamada beatificación
equivalente. Ahora se añade a estas tres una cuarta vía, «el ofrecimiento de la
vida», que «tiene por objeto valorizar un testimonio cristiano heroico, hasta
ahora sin un procedimiento específico, precisamente porque no se se dan todas
las condiciones del caso concreto del martirio ni de las virtudes heroicas».
El motu proprio especifica que para que el ofrecimiento de la vida sea válido y
eficaz con miras a la beatificación de un siervo de Dios debe ajustarse a los
siguientes criterios: a) ofrecimiento libre y voluntario de la vida y aceptación
heroica propter caritatem de una muerte segura y a corto plazo; b) relación
entre el ofrecimiento de la vida e la muerte prematura; c) ejercicio, al menos en
grado ordinario, de las virtudes cristianas antes de ofrendar la vida, y después
del ofrecimiento, hasta la muerte; d) que haya fama sanctitatis et signorum, al
menos después de la muerte; e. necesidad de un milagro para la beatificación,
sucedido después de la muerte del siervo de Dios y por su intercesión.
¿Y qué significa propter caritatem? La caridad, definida por Santo Tomás como
amistad del hombre con Dios y de Dios con el hombre (Summa Theologiae, II-
IIae, q, 23, a. 1) es la más excelente de las virtudes. Consiste en amar a Dios y, en
Dios, al prójimo. La caridad no es, por tanto, la virtud que nos motiva a amar a
nuestros semejantes en cuanto hombres, sino un acto sobrenatural que tiene
en Dios su cimiento y su fin último. Por otra parte, en la caridad hay un orden
de prioridades: ante todo, los intereses espirituales de nuestro prójimo tienen
prioridad sobre sus intereses materiales. En segundo lugar, es necesario amar
antes a los más cercanos que a los más lejanos (Summa Theologiae, II-IIae,II-
IIae, q. 26, a. 7), y en caso de haber conflicto entre los intereses de los cercanos
y los de los lejanos, sería menester dar preferencia a los primeros sobre los
segundos. ¿Lo entiende así el motu proprio papal? Es dudoso.
En una entrevista concedida a Voce Isontina, semanario de la arquidiócesis
de Gorizia, monseñor Vincenzo Paglia, recién nombrado presidente de la
Pontificia Academia para la Vida, manifestó su alegría personal por el
documento del papa Francisco porque, destaca, «he participado en alguna
medida como postulador de la causa de beatificación de monseñor Oscar
Arnulfo Romero. Es más, el arzobispo de El Salvador –prosigue– no fue
asesinado por perseguidores ateos para que renegase de la fe en la Trinidad:
fue asesinado por cristianos porque deseaba que el Evangelio se viviera
entendido profundamente como entrega de la vida».
Monseñor Romero representa por tanto el modelo de un «ofrecimiento de
la vida» equiparado al martirio. La cuarta vía que, según el motu proprio del
papa Francisco, permitirá la canonización será la muerte padecida, no a causa
del odio a la fe, sino a consecuencia de una opción política al servicio de los
pobres, de los inmigrantes y de las «periferias» de la Tierra.
¿Se podrá excluir de la beatificación a los sacerdotes guerrilleros
muertos propter caritatem en las revoluciones políticas de las últimas décadas?
Entonces, porqué no equiparar también a los mártires e incoar el proceso de
beatificación de todos los cristianos que han ofrendado su vida en una guerra
justa? Éstos, muriendo por su patria, realizaron un acto excelente de caridad,
dado que «el bien de la nación es superior al bien individual»
(Aristóteles, Ética, I, cap. II, n.8).
La Iglesia Católica nunca los ha considerado mártires, precisamente porque les
faltó la motivación religiosa, pero parecería injusto privarlos de un espacio en el
nuevo Panteón de los mártires del papa Francisco.