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La sentencia por la que el Tribunal Supremo de Estados Unidos ha anulado la sentencia del caso Roe contra Wade de 1973, que establecía el aborto como un derecho constitucional, tiene un alcance histórico que trasciende las fronteras de los EE.UU.

El supuesto derecho al aborto es una bandera ideológica del progresismo, como demuestran no sólo las violentas manifestaciones de protesta realizadas en muchos estados del país, sino también la ira de dirigentes de la izquierda internacional, como el secretario del Partido Democrático italiano Enrico Letta, que ha afirmado que la resolución del Tribunal Supremo «es fruto de un viraje ideológico (…) Una vuelta atrás que causa desaliento, cultivará sufrimiento y dará lugar a conflictos». Como si la legalización del aborto en Estados Unidos y en el mundo no fuera hija de una perversa revolución ideológica, no hubiese sido motivo de traumas y nutrido sufrimientos y no hubiera constituido una herida social nunca sanada, hasta que llegó la saludable reacción que ha dado un giro a la situación en EE.UU.

El eslogan vuelta atrás de Enrico Letta es lo que se ha visto trastornado de un extremo a otro del mundo progresista. Durante cincuenta años EE.UU. ha estado considerado la patria de los derechos civiles, y los países que no ajustaban su legislación a la estadounidense eran fustigados por su atraso cultural y moral. Ahora Estados Unidos, país que marca la pauta de la historia, es acusado de haber dado un paso o un salto atrás. Reconocer que se puede volver atrás señala el fin de un concepto de la historia que la entiende como un perfeccionamiento necesario e infinito. Eso significa que la historia no es unidireccional, sino que se puede hay más de una vía, y es necesario un orden objetivo de valores de referencia para determinar cuál es la que moralmente se puede recorrer.

La sentencia del Tribunal Supremo estadounidense hace añicos el mito de la irreversibilidad de un proceso histórico que comprende el aborto, la eutanasia, la legalización de la homosexualidad y la ideología de género. La historia podrá pasar rápidamente página acabando con cada una de estas conquistas de la revolución anticristiana, como sucedió en 1989 con la caída del Muro de Berlín.

El Tribunal Supremo niega que el aborto sea un derecho constitucional a nivel federal, y pasa la competencia a los estados individuales de la unión, pero hay que tener cuidado para no transponer del plano jurídico al moral la afirmación del segundo apartado, que dice que la evaluación del aborto «compete al pueblo y a los representantes que éste ha elegido». Transferir a los estados potestad soberana en el orden moral significa hacer de la voluntad de la mayoría la fuente suprema de la moral. «Pero si el hombre por sí solo, sin Dios, puede decidir lo que es bueno y lo que es malo, también puede disponer que un determinado grupo de seres humanos sea aniquilado» (Memoria e identidad, La Esfera de los Libros, Madrid 2005). Y eso mismo es lo que pasa con el aborto. Por eso, recalca con claridad Juan Pablo II citando a Santo Tomás, «La ley establecida por el hombre, por los parlamentos o por cualquier otra entidad legislativa, no puede contradecir la ley natural, es decir, en definitiva, la ley eterna de Dios». La voluntad de los estados no es, pues, la máxima instancia moral, y tampoco lo es el tribunal de la historia.

Ahora bien, la polarización que se ha producido al interior de los Estados Unidos y de su tribunal supremo no es de orden político sino moral. Es la brecha insalvable que separa a quienes consideran el aborto un crimen y quienes lo consideran uno de los derechos humanos. Con la sentencia del pasado 24 de junio EE.UU. demuestra que no es el imperio del mal contra el que se alzan paladines de los derechos humanos como Rusia y China, sino un país aún vivo y capaz de dar un giro destinado a alterar el rumbo de la historia contemporánea.

El Tribunal Supremo es el vértice del establishment estadounidense, pero la mayoría de sus jueces, nombrados por los presidentes George W. Bush y Donald Trump, han demostrado ser hombres valientes y libres de toda presión. Es motivo de gran esperanza. Eso sí, sería ingenuo atribuir a esos pocos hombres el mérito de la histórica sentencia. Tras ella se oculta un Estados Unidos profundo, como acertadamente destacaron en una declaración el pasado 24 de junio el presidente de la Conferencia Episcopal de EE.UU. José H. Gómez y el presidente de la Comisión Episcopal para la vida William F. Lori: «La sentencia es asimismo fruto de las oraciones, los sacrificios y el testimonio público de innumerables estadounidenses de todos los estratos de la sociedad. En estos largos años, millares de conciudadanos nuestros han colaborado pacíficamente para educar a su prójimo, persuadirlo de que el aborto es una injusticia y brindar asistencia y consuelo a las mujeres y empeñarse en ofrecer alternativas al aborto, como la adopción,  la acogida y la asistencia pública mediante políticas de apoyo a las familias. Hoy compartimos su alegría y les estamos agradecidos. Sus esfuerzos en pro de la causa de la vida refleja todo lo que hay de bueno en nuestra democracia, y el movimiento provida amerita incluirse entre los grandes movimientos en favor de la transformación social de los derechos civiles en la historia de nuestra nación».

Desgraciadamente, en Italia y en el resto del mundo la derecha no está unida en la defensa de la vida, y con frecuencia se expresa de manera equívoca, a diferencia de la izquierda, que pregona por doquier el aborto con meridiana claridad sin ocultar sus intenciones. Los propios movimientos provida están en muchos casos a la defensiva y son presa de divisiones que les impiden librar una batalla coherente y cerrada. Pero la lección que nos dan los EE.UU. es evidente: cuando se combate con perseverancia, y sobre todo sin hacer concesiones, Dios interviene ayudando y determina la victoria.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)