La Anunciación y la promesa de Fátima

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Según la tradición de la Iglesia, el 25 de marzo fue el día en que se cumplió el más alto misterio de nuestra Fe, el de la Encarnación. No hay fecha histórica que pueda igualar a este día, ni siquiera la de la Creación.

Aquella noche el Cielo y la Tierra poco menos que se quedan estupefactos. Raudo como un rayo, un ángel desciende del Cielo y se inclina ante una joven Virgen que está recogida en oración en su casa de una aldea casi desconocida de Galilea llamada Nazaret. La joven se llama María, y pertenece a la gloriosa estirpe de David, pero su familia ha venido a menos y vive en una decorosa pobreza. Está prometida en matrimonio con otro joven descendiente de David que se llama José, el cual igualmente vive en Nazaret, y no aceptará recibirla en su casa hasta después de que un ángel se le aparezca en sueños para darle garantías (Mt.1,24).

María aúna a una inmensa capacidad de amar como jamás se ha visto en la historia una suprema inteligencia, superior a la de los hombres de todos los tiempos. Todo su corazón y su inteligencia están volcados a Dios en oración. Dice el P. Pollien que su alma no se distrajo en momento alguno de Dios para posarse en otra criatura; su mirada no se replegó sobre Sí misma ni sobre ninguna otra persona creada. Siempre se mantuvo fija en Dios. Desconocía ese volverse de la mirada sobre uno mismo que es el orgullo. María tuvo una humildad perfecta porque se olvidó completamente de Sí misma y estaba embebida en Dios.

Aunque su mirada no se apartaba nunca de Él, no se desentendía de lo que pasaba en el mundo. Ahí radica el motivo de su lacerante sufrimiento: veía el lamentable estado de la humanidad de su tiempo, la ilimitada ambición de los dirigentes de su pueblo y el endurecimiento del corazón de los sacerdotes y doctores de la Ley. María sufre por las almas que se pierden, pero sobre todo por las ofensas de que Dios es objeto, en razón de la gloria que de ese modo le es sustraída. Para Ella, lo único que importa es la gloria de Dios. María conoce, y sin duda recita, las oraciones de David e Isaías que reza la Iglesia en Adviento cuando dice: Excita potentiam tuam, et veni, ut salvos, facias nos (Salmos, 79, 3):  aviva, Señor, tu poder y ven a salvanos; y Ostende nobis Domine misericordiam tuam; et salutare tuum da nobis (Salmos, 84, 8): muéstranos, Señor, tu misericordia, y danos tu salvación.

La de María es una oración impetratoria. Conoce a fondo las Escrituras y concentra los pensamientos se concentran en la divina promesa del Mesías que se hizo al pueblo de Israel. Implora la venida del Redentor, y se dirige a Dios con fervor rogándole que se haga su voluntad. Cuando el Espíritu Santo quiere conceder algo a sus elegidos les infunde el deseo para que con dicho deseo y con la oración se dispongan para recibir lo que piden. María vive sin desear otra cosa que el Mesías, y el Espíritu Santo es el autor de sus deseos.

Su inmenso deseo de que venga Dios al mundo aumenta cuando se acerca el momento de la Encarnación, momento que Ella desconoce. Pero Dios no miente cuando asegura que concederá cuanto se le pida, en tanto que sea bueno y santo y se le pida con fervor y perseverancia: «Todo lo que pidiereis orando, creed que lo obtuvisteis ya, y se os dará» (Marcos 11, 24). Dios escucha sin falta una oración perfecta, y no puede haber oración más perfecta que la de Nuestra Señora.

La respuesta a sus oraciones es el anuncio del ángel. El coloquio más grande de la historia tiene lugar entre el mensajero celestial y la humilde descendiente del rey David. María responde rauda y generosa a la pregunta del ángel: «Hágase en mí según tu palabra» (Lucas 1, 38). Responde en nombre de toda la humanidad, y con su fiat hace posible la Pasión y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo y se convierte en Madre espiritual de la Iglesia y de todos los hombres, Mediadora de todas las gracias y Corredentora. Su respuesta sella la paz entre el Cielo y la Tierra. Con la Encarnación, no sólo se repara el pecado de Adán, sino también el de los ángeles, y se cumple la antigua promesa: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: éste te aplastará la cabeza, y tú le aplastarás el calcañar.» (Génesis 1, 3).

La promesa que inaugura la historia de la humanidad tiene su primer cumplimiento en la Anunciación, pero tendrá que realizarse a lo largo de los siglos con la instauración del Reino de Jesucristo, que es el fin último de toda la Creación y todos los acontecimientos de la historia. Todo ello vendrá por medio de María: «Por medio de la Santísima Virgen vino Jesucristo al mundo y por medio de Ella debe también reinar en el mundo». Las palabras con que se inicia el Tratado de la verdadera devoción a María de San Luis María Grignon de Monfort descubren un horizonte misterioso que el mensaje de Fátima ha revelado a la humanidad. Hay un  hilo  divino que une hilvana indisolublemente la promesa del Génesis, el fiat de la Anunciación y las palabras de Fátima: «Al final, mi Corazón Inmaculado triunfará».

Esta nueva promesa nos ilumina el futuro, y debe animar nuestros más íntimos deseos. Pidamos a Dios que nos haga hombres de grandes deseos, como el profeta Daniel, que fue llamado Vir desideriorum (Daniel 9, 23), y nos haga también como María en la noche de la Anunciación. El deseo es un movimiento del alma hacia un bien ausente y posible que se aspira a alcanzar. No perder la confianza cuando se retarda el cumplimiento de lo prometido y no se cumple aún el deseo es una virtud heroica. Pero el ángel nos garantiza lo que garantizó a María: «Nulla è impossibile a Dio» (Lucas 1, 38). Roguemos por el triunfo del Corazón Inmaculado de María con el mismo espíritu con que Ella deseaba e imploraba la venida del Redentor al mundo. El triunfo de María es el triunfo de Cristo y de su Iglesia. Y el reinado de María debe ser hoy la primera invocación de los corazones católicos y el arcángel Gabriel. Como dice Pío XII en la encíclica Ad Coeli Reginam (11 de octubre de 1954), es «el argumento en que se funda la dignidad real de María».

Traducido por Bruno de la Inmaculada