La conferencia que publicamos a continuación fue pronunciada por el profesor Roberto de Mattei en el asamblea general anual de Una Voce Canadá celebrada en la parroquia de la Sagrada Familia de Vancouver, el pasado 10 de noviembre, que reproducimos por cortesía de Una Voce Canadá.
El siglo de las revoluciones
La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo: una realidad que trasciende la historia, pero vive y combate en la historia y se denomina por tanto Iglesia militante. Por esa razón, no podemos hablar de la Iglesia sin reflexionar sobre el horizonte histórico en que se mueve. En 2017 se conmemoraron tres revoluciones que alteraron el curso de la historia: la protestante, la francesa y la comunista. Tres revoluciones que son parte de un mismo proceso revolucionario. [1]
El 2018 se cumplen aniversarios de sucesos integrados en el mismo proceso revolucionario: el centenario de la Primera Guerra Mundial y el cincuentenario de la revolución del 68. Dos aniversarios que nos ayudan a situar en su contexto histórico la crisis de la Iglesia.
La Primera Guerra Mundial trastornó la geografía de Europa. Al desaparecer el Imperio Austriaco el continente europeo perdió su centro de gravedad, allanando el terreno para la segunda contienda mundial. Pero la postguerra de principios del siglo XX fue ante todo una revolución en la cultura y la mentalidad del hombre europeo. Supuso el final de una era.
Conviene leer las memorias del escritor austriaco Stefan Zweig (1881-1942), El mundo de ayer.
Escribe Zweig: «Si busco una fórmula apropiada para describir la época que precedió a la Primera Guerra Mundial –es decir, la época en que crecí–, yo diría que la forma más concisa de resumirla sería afirmar que fue la edad de la certidumbre. En sus casi mil años de historia, nuestra monarquía austriaca parecía eterna y el propio Estado la garantía suprema de su continuidad (…) Todo parecía tan seguro e inamovible en este firme imperio, cuya más alta posición estaba ocupada por un anciano y venerable soberano (…) Nadie pensaba en guerras, revoluciones ni trastornos. Un acto de radicalidad o violencia parecía imposible en la era de la razón.» [2]
Todo parecía eterno, seguro, inmutable. Sin embargo, tras aquellas instituciones aparentemente estables e indestructibles en las que se cimentaba la sociedad, desde la familia a la monarquía, había un concepto del mundo que se basaba en un orden de valores inmutables. El guardián de dichos valores absolutos era, y sigue siendo, la Iglesia Católica.
La estabilidad, el orden, el equilibrio, son bienes, pero no hay bien en este mundo que no proceda de la Iglesia, única institución divina y siempre perfecta, por imperfectos que sean los hombres que la representan.
En vísperas de la Primera Guerra Mundial hubo dos santos al timón de la barca de San Pedro: Pío X y su secretario de estado Rafael Merry del Val. San Pío X falleció un mes después del estallido de la conflagración y fue consciente de su catastrófica importancia.
Durante la Primera Guerra Mundial estalló la Revolución Soviética, que fue el modelo de todas las revoluciones sociales y políticas que vinieron después. Los totalitarismos del siglo XX destruyeron el orden antiguo pero no construyeron uno nuevo. La esencia del totalitarismo no está en la hipertrofia del Estado como muchos creen, sino en la destrucción del orden natural y social. A todos los efectos, el totalitarismo destruye todos los principios e instituciones y despoja al hombre de toda protección social, a fin de instaurar la dictadura del caos. La alteración del orden político, intelectual y social fue el hilo conductor del siglo XX, el siglo de las revoluciones, las guerras mundiales y los genocidios. El siglo más sangriento de la historia occidental. [3]
La Revolución del 68 no fue cruenta como las anteriores, pero si no derramó sangre derramó algo peor: las lágrimas de una generación que no sólo perdió el cuerpo sino también el alma. La sesentayochista fue más devastadora que las revoluciones que la precedieron, porque entronizó el caos en la vida diaria del hombre occidental.
De una sociedad líquida a una Iglesia líquida
Al definir a nuestra época, sociólogos como Zygmunt Baumann hablan de una sociedad líquida en la que se disuelven todas las formas de agregación social, incluso las más elementales. La vida líquida sobre la que escribe Baumann es la efímera y precaria existencia del hombre de hoy: una vida falta de raíces y cimientos, ya que sólo vive para el presente, inmerso en la licuefacción de todos los valores e instituciones. Todo lo que se liquida se consume, o mejor dicho, todo lo que se consume se liquida, desde los productos alimenticios hasta la vida de cada uno. [4] Todo es líquido, porque todo cambia, todo está en proceso de devenir. Podríamos definir en términos filosóficos nuestra sociedad como el triunfo del puro devenir, la más radical negación de la primacía del Ser que haya existido en la historia.
La sociedad líquida no se puede comparar con un río que fluye, porque el río procede de una fuente viva y tiene un destino: lo espera la inmensidad del mar. En cambio, la sociedad líquida no tiene destino: se limita a erosionar el lecho de piedra. Pero apenas disuelve la superficie, disuelve las incrustaciones y lo transforma todo en lodo. La piedra es indestructible. Nada puede con el ser.
El primer nombre de Dios es Ser, según se manifestó Él a Moisés en la zarza ardiente (Éxodo 3,14). todos los atributos de Dios manan de ese Ser como de una fuente primordial.Toda perfección en la realidad se resume en un grado de ser que remite a un Ser absoluto sin límites ni condiciones.
La Iglesia ha enseñado desde sus orígenes este primado filosófico del Ser. Tiene la Iglesia una doctrina y una ley absolutas e inmutables que reflejan la ley natural, que es Dios. Esa ley y esa doctrina se contienen en las Sagradas Escrituras y en la Tradición; la misión del Magisterio consiste en mantenerla y transmitirla. Ni una tilde de esos principios puede alterarse. Es innegable que a lo largo de la historia los cristianos se han distanciado a veces en su vida personal de la verdad y de los preceptos de la Iglesia. Son épocas decadentes que piden reformas a fondo, es decir, el regreso a la observancia de los principios abandonados. Cuando eso no sucede, existe la tentación de transformar la conducta inmoral en principios contrarios a las verdades cristianas. Esa tentación se introdujo en la Iglesia durante el Concilio Vaticano II y se nos propone ahora como el concepto del primado de la pastoral.
El espíritu del Concilio Vaticano II
El Concilio Vaticano II fue una revolución cultural que precedió a la del 68. El lema que sintetiza el espíritu del 68 es prohibido prohibir, que equivale a prohibido afirmar. Toda afirmación, si es clara, firme y categórica, supone efectivamente la negación de la afirmación contraria. Que se prohíba prohibir quiere decir que no hay afirmaciones categóricas, reglas absolutas ni principios no negociables. Que el hombre no obra cumpliendo normas, sino obedeciendo a impulsos, sentimientos y deseos.
Esa idea la expresó por primera vez Juan XXIII en su discurso inaugural del Concilio el 11 de octubre de 1962. El papa Juan explicó que no se había convocado el Concilio para condenar errores ni proclamar nuevos dogmas, sino para proponer, en un lenguaje adaptado a los nuevos tiempos, la enseñanza perenne de la Iglesia. [5] Se nos dice que la doctrina de la Iglesia no cambia, sino sólo la manera en que se transmite dicha doctrina. Lo que sucedió realmente fue que al atribuir la primacía a la dimensión pastoral se llevó a cabo una revolución en el lenguaje, la mentalidad y la vida de la Iglesia.
El lema del Concilio fue: está prohibido condenar, porque condenar es una actitud negativa que da lugar a reacciones agresivas en la persona condenada. Prohibido condenar significa que no hay necesidad de combatir el mal, porque si no el mal nos combatirá. Es un lema que se anticipó al Concilio; no fue posterior a él.
Para los teólogos progresistas, el rechazo que se produjo contra la Iglesia y el anticlericalismo de los siglos XIX y XX tienen su origen en la actitud intolerante de la Iglesia hacia sus enemigos. Los enemigos se aplacarían con una transición hacia una nueva pastoral, y se abriría una era de paz y colaboración con la Iglesia. La coexistencia pacífica, la Ostpolitik, la transigencia histórica y acuerdo actual con la China comunista tienen su origen en esa revolución pastoral. Al contrario de lo esperado, la consecuencia no ha sido la disminución sino el aumento exponencial de la actitud anticristiana en el mundo. En sus estructuras visibles, la Iglesia perdió su identidad militante combativa y se ha licuado.
La pastoral es lo que constantemente se actualiza, modifica y transforma. Dar prioridad a la pastoral significa licuar los principios e instituciones de la Iglesia. La Iglesia sólida y permanente y con agallas ha sido sustituida por una Iglesia líquida, como la sociedad en que vivimos. Esta nueva Iglesia se basa en la primacía del devenir sobre el Ser y de la evolución sobre la Tradición.
Los principios, verdades y certezas son firmes porque son un canal que impide que se dispersen las aguas del río; una represa que impide que el lago se desborde. Si se rompe la presa, el agua inundará la sociedad.
El padre Roger Thomas Calmel dijo: «Las doctrinas, los ritos y la vida interior están sujetos a un proceso de licuefacción tan radical y refinado que ya no se puede distinguir a los católicos de quienes no lo son. Al haber pasado de moda el sí y el no, lo concreto y lo seguro, surge el interrogante de qué es lo que impide a las religiones no cristianas ser parte de la nueva iglesia universal, constantemente actualida con interpretaciones ecuménicas». [6]
Tal es el espíritu del Concilio Vaticano II.
Revolución y Tradición
Este proceso de licuefacción de la Iglesia y la sociedad es una empresa revolucionaria que se inició hace mucho tiempo.
Conocemos la Instrucción permanente de la Alta Venta, documento secreto de principios del siglo XIX que esbozaba un anteproyecto de subversión de la Iglesia Católica. El mundo entero ha sido testigo de una transformación radical en la Iglesia a nivel internacional, transformación que marcha al compás del mundo moderno.[7]
La revolución anticristiana que recorre la historia alberga odio al Ser en todas sus expresiones. Por ser contraria al Ser, rechaza todo lo estable, permanente y objetivo en la realidad, empezando por la naturaleza humana. Se niegan en sus raíces la Iglesia, la familia, la propiedad privada y el Estado, porque se afirma que las instituciones sociales, que tienen su raíz en la naturaleza humana, no existen: todo es fruto de un proceso histórico. Se dice que el propio hombre carece de verdadera naturaleza; el hombre es una sustancia amorfa que puede moldearse y adaptarse a voluntad. La ideología de género es fruto de esa mentalidad evolucionista, según la cual el hombre no tiene naturaleza ni esencia.
La única alternativa a la revolución nihilista que ataca hoy en día, no sólo a la Iglesia sino al orden natural, y no sólo al orden natural sino a la naturaleza humana misma, es redescubrir la plenitud del Ser en todas sus formas. Esto supone redescubrir también la estabilidad y el carácter permanente de la realidad en todas sus formas, tanto individual como social. Hay que oponerse a todo concepto líquido del mundo, basado en la primacía del devenir, a partir de un concepto axiológico basado en la primacía del Ser.
La axiología es la ciencia de los valores. El valor es aquello que hace que una cosa valga. Valor es, por tanto, lo que le aporta realidad, significado y perfección. Los valores son principios cuya perfección tiene sus raíces en el principio supremo de toda realidad. Por encima de todos los principios hay un principio universal que es centro y origen de toda ley sin excepción. Se trata de Dios, el más perfecto de los seres, primer principio, Verdad primera, como lo definió Santo Tomás [8], sobre la que se sustentan los principios definitivos, los valores absolutos y las verdades universales. Únicamente Dios no cambia, y sólo lo que tiene su base en Dios y habita en Él es digno de ser mantenido, transmitido y cuidado.
La Iglesia, inmutable en su divina constitución, doctrinas y ritos, es imagen en la Tierra de la perfección del Ser. Y en la Iglesia, el reflejo del Ser divino está en la Tradición. La Tradición es lo estable en el eterno devenir de las cosas. Es lo que no cambia en un mundo cambiante, y ello obedece a que es reflejo de la eternidad.
Al igual que las Sagradas Escrituras, la Tradición de la Iglesia, es fuente de la Revelación, divinamente asistida por el Espíritu Santo. La Tradición es la Palabra que Jesucristo enseña a sus Apóstoles antes y después de su Pasión, Muerte y Resurrección. Durante los cuarenta días transcurridos entre la Resurrección y la Ascensión, se apareció numerosas veces a su Madre y a los Apóstoles y les explicó claramente y en detalle el sentido de la misión encomendada a la Iglesia que había fundado. Explicó el sentido de la Última Cena y del Divino Sacrificio que habrían de perpetuar. La primera Misa, celebrada por San Pedro, siguió al pie de la letra las instrucciones recibidas de Jesucristo y se ha transmitido hasta nosotros en el rito que llamamos tradicional.
Sabemos que la divina Revelación concluyó con la muerte del último de los Apóstoles, es decir San Juan. Ahora bien, esa Revelación no se limita a los cuatro Evangelios y las Sagradas Escrituras; también está en las enseñanzas que recibieron los Apóstoles por boca del propio Cristo. Podemos hacernos una idea de hasta qué punto Nuestra Señora retuvo y aprendió de memoria todas esas verdades y ritos en su puro Corazón, y con qué fidelidad. Y luego los transmitió a los Apóstoles. San Juan no sólo fue el último que transmitió personalmente lo que había recibido. Gracias al trato íntimo con Nuestra Señora, probablemente fue también quien recibió en mayor medida la luz de la Tradición. Murió al final del siglo I, y apenas unos años después de su muerte, la lex orandi y la lex credendi de la Iglesia habían quedado inmutablemente definidas.
A lo largo de los siglos que siguieron, la Iglesia iría explicando, aclarando y definiendo esas verdades. Y en ningún momento innovó ni las transformó. La misión de la Iglesia es custodiar, defender y transmitir la Tradición. El padre Calmel puso de relieve que hay una relación entre la naturaleza inmutable y permanente de la Iglesia por un lado, y la naturaleza humana por otro, que es igualmente estable y objetiva. «Lo que hace que la Iglesia sea definitiva e inmutable no es sólo la perfección que le brindan sus divinos orígenes –dice el P. Calmel–; también lo hacen las características estables de la especie humana que la Iglesia tiene la misión de iluminar y la capacidad autoridad para ello».[9] Estabilidad en los ritos para proteger los Sacramentos; estabilidad en las fórmulas definiciones dogmáticas para proteger las verdades reveladas, y estabilidad en la lex orandi y la lex credendi.
La Tradición es algo más que la regula fidei, la regla de la Fe de la Iglesia; es también el cimiento de la sociedad. La Iglesia es ciertamente nuestro jefe no sólo en la Fe sino en la moral. La moral de la sociedad se expresa en prácticas y costumbres, o sea, en una tradición histórica concreta que es reflejo de la tradición divina y natural. La Tradición no juzga a la historia misma sino en nombre de las verdades que la trascienden.
Tradición y sensus fidei
Lo que nos estimula la conciencia, iluminada por el Magisterio eterno e inmutable de la Iglesia, es la Tradición, aquella Tradición que pasa de una regla remota a una próxima cuando vacila el magisterio vivo. Ciertamente, la regla definitiva de la Fe en la Iglesia en las épocas en que la gente la abandona no es el magisterio contemporáneo vivo en sus aspectos no concluyentes, sino el Magisterio eterno que, junto con la Sagrada Escritura, es una de las fuentes de la Palabra de Dios. [10]
Esta postura no tiene nada de subjetivo ni de protestante. Lo que hacen los subjetivistas y los protestantes es sustituir el Magisterio de la Iglesia por otro magisterio. Niegan el derecho de la Iglesia a enseñar la verdad y reemplazan las verdades que ella enseña con verdades propias. Nuestro en no tiene nada de eso. No pretendemos sustituir el Magisterio de la Iglesia por ningún otro. Nos consideramos simples miembros de la Iglesia discente, simples fieles que sólo la Iglesia docente tiene el derecho y el deber de enseñar.
Al decir simples fieles expresamos lo poco que somos, pero también el conjunto. La Iglesia discente no es la docente, pero será siempre la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo. Como simples fieles, somos miembros del Cuerpo Místico; aunque no tengamos derecho a enseñar, tenemos derecho a pedir a nuestros pastores que nos confirmen en la fe.
Nos guía en esto nuestra conciencia, que no es subjetiva, sino que está arraigada en la fe. La conciencia nos dice que no retrocedamos, sino que enarbolemos la bandera de la Tradición. Nos integramos a la Iglesia por el sacramento del Bautismo, que encuentra cumplimiento en el de la Confirmación.Con el Bautismo ingresamos en la Iglesia militante, pero es la Confirmación la que nos hace verdaderos soldados de Cristo. El Bautismo infunde la fe, y la Confirmación nos exige profesarla y defenderla públicamente. El Bautismo y la Confirmación nos infunden el sensus fidei, que es la conciencia compartida de los fieles. Consiste en adherirse a las verdades de la Fe por instinto sobrenatural en vez de por razonamientos teológicos.
La Iglesia mantiene y transmite la Tradición, no sólo mediante el Magisterio, sino a través de todos los fieles, desde los obispos hasta los laicos, según la célebre fórmula de San Agustín. El doctor de Hipona exhorta en particular al pueblo de la Fe, que no ejerce un magisterio pero con su sensus fidei garantiza la continuidad de la transmisión de la verdad. [11]
El sensus fidei cumple una función decisiva en momentos de crisis en que surge una palpable contradicción entre el Magisterio subjetivo y el objetivo, entre las autoridades que enseñan y las verdades de fe que ellas deben guardar y transmitir. El sensus fidei impulsa al creyente a rechazar toda ambigüedad y falsificación de la verdad, basado en la Tradición inmutable de la Iglesia, que no se opone al Magisterio sino que lo incluye.
Cuando el cardenal Walter Brandmüller pronunció una conferencia en Roma el pasado 7 de abril recordó que el sensus fidei funciona como una especie de sistema inmunitario espiritual que permite a los fieles reconocer instintivamente todo error y rechazarlo. Aparte de en la divina promesa, en este sensus fidei se apoya la infalibilidad pasiva de la Iglesia, es decir, la certeza de que el conjunto de la Iglesia nunca podrá incurrir en herejía.
Fue el sensus fidei lo que guió a los católicos fieles durante la crisis arriana del siglo IV. Y fue entonces cuando San Jerónimo acuñó la frase «el mundo entero gimió atónito cuando despertó y vio que se había vuelto arriano».
Lo importante es señalar que no se trató de una mera disputa doctrinal entre teólogos, ni de un desacuerdo entre obispos en el que el Papa tuviera que hacer de árbitro. Fue una guerra religiosa en la que participaron todos los cristianos, desde el Papa hasta el último de los fieles. Nadie se encerró en un búnquer espiritual, nadie se limitó a ser un mero espectador de la acción. Todos estaban en las trincheras combatiendo en uno u otro bando.
En aquella época no era fácil tener claro si tu obispo era ortodoxo, pero el sensus fidei hizo las veces de brújula para orientarse.
Dice San Hilario que durante la crisis arriana los oídos de los fieles que interpretaban correctamente las ambiguas afirmaciones de los semiarrianos eran más santos que el corazón de los sacerdotes. Cristianos que durante tres siglos habían resistido a emperadores resistían ahora a sus propios pastores, y en algunos casos al propio Papa, culpable, si no de franca herejía, al menos de grave negligencia.
Hay ocasiones en que un católico tiene el deber de decidir entre la cobardía y el heroísmo, entre la apostasía y la santidad. Así fue en el siglo IV, y eso es lo que sucede hoy mismo. El cardenal Willem Jacobus Eijk, arzobispo de Utrecht, sintetizó la cuestión hace unos meses con estas palabras: «Ni los obispos ni el Sucesor de San Pedro están manteniendo y transmitiendo fielmente el Depósito de la Fe». Son palabras muy duras que ponen en tela de juicio al mismo Sucesor de San Pedro, el papa Francisco.
Es una situación que no tiene precedentes en la historia. Pero la historia de la Iglesia es siempre nueva, aunque siempre se repite. Es siempre nueva porque las persecuciones externas y las crisis internas que padece varían: tiene motivaciones diversas, protagonistas diversos, varía en magnitud e intensidad. En todo caso, por graves que sean esas crisis, hay algo que nunca cambia: el vigor de la Tradición, que está destinado a derrotar toda revolución que se le oponga.
Éxito y fracaso de la Revolución
La filosofía de la Revolución es una filosofía de puro devenir. Un devenir que, habiendo soltado las amarras que lo unían al Ser, avanza irreversiblemente a la deriva hacia la nada, y por lo tanto se destruye a sí mismo. Es la vía que toma la Revolución.
De hecho, la Revolución, como el mal, carece de naturaleza propia; sólo existe en tanto que deficiencia y privación del bien. «El ser del mal –explica Santo Tomás– consiste precisamente en la privación del bien».[12] El mal, que es la falta de bien, puede extenderse, como las tinieblas en la noche al ponerse el sol. Pero las tinieblas no tienen en sí capacidad para derrotar definitiva y totalmente a la luz, ya que las tinieblas derivan su propia existencia de la luz. La luz infinita, que es Dios, existe. «Dios es luz, y en Él no hay tiniebla alguna», según dice San Juan (1 Jn. 1,5). La oscuridad total no existe, porque no puede existir la nada radical. Nuestra existencia es viva negación de la nada. El mal avanza cuando el bien retrocede. El error se afirma cuando se extingue la verdad. La Revolución sólo triunfa cuando se rinde la Tradición. Todos las revoluciones que ha habido a lo largo de la historia se han dado cuando faltaba una verdadera oposición.
Ahora bien, si existe una dinámica del mal, también hay una dinámica del bien. Un resto de luz, por mínimo que sea, no puede extinguirse, y ese resto tiene en sí la fuerza irresistible del amanecer, la posibilidad de que salga el sol trayendo un nuevo día. Así es el drama del mal: no puede acabar con el último resto de luz que sobrevive, está destinado a ser destruido por esa pizca que queda de luz. El mal no soporta el menor bien que sobreviva, porque vislumbra su derrota en el bien que existe. La dinámica del mal está destinada a destruirse al estrellarse contra lo que permanece, lo que sigue siendo sólido en una sociedad en plena licuefacción. Por consiguiente, la última etapa del proceso de autodisolución que corroe la roca sobre la que se sustenta la Iglesia está destinado a presenciar la muerte de la Revolución y el brotar de una vida contraria: una vía obligatoria de restablecimiento de la fe y la moral, de la verdad y el orden social que le corresponde: ese principio es la contrarrevolución católica.
Así pues, lo inevitable no es el triunfo de la Revolución, sino su derrota, que tendrá lugar gracias a la dinámica del bien que se enfrenta a la dinámica del mal en la historia.
En realidad, la Revolución es un parásito que vive y se mantiene de las migajas sobrantes de verdad y de bien que sobreviven en el orden que aspira a destruir. Por mínimos que sean esas migajas, siempre son semillas que pueden multiplicarse y propagarse, en tanto que la Revolución es, por su propia naturaleza, estéril e infecunda. Y si la Revolución no puede aniquilar, eso quiere decir que su dinámica está destinada a estrellarse contra el resto de verdad y de bien que son principio y requisito de su derrota.
La revolución de 1968 tuvo éxito porque sus creadores ocuparon puestos clave en el ámbito de la política, los medios de comunicación y la cultura. Triunfó porque transformó la mentalidad y forma de vida de Occidente.
Con todo, la revolución sesentayochista fracasó porque había nacido de una protesta contra una sociedad unidimensional, la sociedad burguesa de la comodidad y la riqueza. Pero la sociedad engendrada por aquel 68 –la sociedad contemporánea– es la sociedad por excelencia del consumo y el hedonismo. Una sociedad relativista que ha apagado totalmente el fuego del idealismo. Hoy en día la realidad se interpreta como un sistema de poder, ante todo económico, no de valores. El poder –poder sin verdad– es el único valor de nuestra época. Todos los valores –señala el filósofo Augusto del Noce– están destinados a incorporarse a la categoría de la vitalidad. Pero una sociedad que no es consciente de otro principio que la pura expansión de la vitalidad no puede menos que disolverse. [14]
La revolución del 68 fracasó porque su lema era «prohibido prohibir». Pero la sociedad contemporánea es una dictadura del relativismo, una dictadura psicológica y moral que no destruye el cuerpo sino que aísla, discrimina y mata el alma de quienes la resisten.
De modo parecido, la revolución de la Iglesia tuvo éxito porque los teólogos progresistas del Concilio y sus herederos gobiernan la Iglesia actual. Ha tenido éxito porque ha transformado la manera de creer, rezar y amar de los católicos.
Por un lado, la revolución de la Iglesia ha fracasado porque se presentó como una gran reforma pastoral, que por el contrario ha resultado en la corrupción de la fe y la moral; una corrupción sin precedentes que ha llegado al extremo de entronizar la homosexualidad en lo más alto de la jerarquía eclesiástica. Ha fracasado porque era prohibido prohibir, y eso no ha traído más libertad a la Iglesia, sino que ha desembocado en un régimen dictatorial desconocido hasta la fecha, de manera que un historiador católico, Henry Sire, ha calificado a Francisco de papa dictador. [15]
A mi juicio, el pontificado de Francisco está en un callejón sin salida. La contradicción a la que se enfrenta es la siguiente: para que se imponga la Revolución en la Iglesia tiene que ejercer la infalibilidad. Pero no puede, porque el Espíritu Santo no lo permitirá. Tampoco quiere hacerlo, porque todo acto definitorio que realizara contradiría el principio de la primacía de la pastoral sobre la doctrina de la que habla. El papa Francisco no puede sustituir la espada de la verdad por la del error desde que los herederos del Concilio reemplazaron la batalla con el ecumenismo. Por otra parte, la Iglesia de la Tradición no se ha rendido. No deja de blandir la espada de la verdad, y el primer acto del papa de la Tradición que algún día será elegido será ejercer el munus de la infalibilidad para definir solemnemente las verdades que hoy se niegan y condenar con la misma solemnidad los errores que se han difundido en la Iglesia actual.
La hora de la victoria
Ciertamente la hora bienaventurada de la victoria vendrá precedida de un gran castigo, porque el mundo contemporáneo no ha imitado el ejemplo de los habitantes de Nínive, que se convirtieron y salvaron, sino el de los de Sodoma y Gomorra, que rechazaron la conversión y fueron exterminados. La teología de la historia nos dice que Dios no sólo premia y castiga a personas individuales, sino a sociedades y grupos sociales: familias, naciones y civilizaciones. Pero aunque a veces las personas individuales reciben su galardón o su castigo en este mundo, pero siempre en la eternidad, las naciones –que no carecen de vida eterna– sólo son castigadas en este mundo.
El proceso revolucionario consiste en una trama de ofensas a Dios que, entrelazadas a lo largo de los siglos, forman un solo pecado colectivo, una apostasía de los pueblos y las naciones. Y como todo pecado tiene el castigo que le corresponde, la teología cristiana de la historia enseña que los pecados son seguidos de grandes catástrofes históricas con las que se expían los pecados públicos de las naciones. En dichas catástrofes, la justicia de Dios nunca se aparta de su misericordia, y como la misericordia de Dios está vinculada al arrepentimiento, el castigo se vuelve inevitable cuando el mundo se niega a arrepentirse y hacer penitencia; no acarrea sobre sí la misericordia, sino la justicia de Dios. De todos modos, Él no deja de ser infinitamente misericordioso, y al mismo tiempo infinitamente justo, y la teología de la historia demuestra que desde la creación del universo hasta el fin del mundo siempre ha habido y habrá pecados tremendos seguidos de la grandísima misericordia de Dios.
El pecado de la Revolución, que a lo largo de los siglos ha frustrado el desarrollo de la civilización cristiana y nos llevado a la ruina espiritual y moral de los tiempos que vivimos, no puede sino suscitar una reacción que, sostenida por la gracia divina, conduzca al cumplimiento histórico del grandioso plan de la Divina Providencia.
Somos los defensores de la Tradición, y se nos exigen dos virtudes: fortaleza y confianza. La fortaleza es la virtud de los que resisten sin retroceder; la confianza, la de los que tienen esperanza en la victoria que prometió en Fátima Nuestra Señora a los católicos fieles. Nuestra batalla debe caracterizarse por el espíritu combativo de los que resisten y confían.
El corazón de la Tradición está en Dios, cuya misma esencia es el Ser inmutable y eterno. En Dios y nada más que en Dios, y en Aquella que es su eco perfecto, la bienaventurada Virgen María, pueden encontrar los defensores de la Tradición las fuerzas sobrenaturales que necesitan para afrontar la actual crisis.
Somos soldados sin fuerzas. Soldados sin armas ante un gigantesco Goliat. Y, desde el punto de vista humano, sin fuerzas ni armas no se vence una batalla. Pero Dios se complace de nuestra debilidad y todo lo que nos pide es que tengamos espíritu combativo. Será Él, a través de la Santísima Virgen, quien nos proporcione las armas y las fuerzas para librar una batalla que no es nuestra sino suya. Y Dios siempre triunfa, en el tiempo y en la eternidad.
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[1] Cf. Plinio Correa de Oliveira, Rivoluzione e Contro-Rivoluzione, Sugarco, Milan 2009.
[2] Stefan Zweig, Die Welt von Gestern. Erinnerungen eines Europaers, tr. it. Il mondo di ieri, Arnoldo Mondadori, Milan 1994, pp. 9, 27-28.
[3] Robert Conquest, Reflections on a ravaged Century, W. W. Norton & Company, New York 2001.
[4] Zygmunt Bauman, La vita liquida, tr. it. Laterza, Rome 2006, p. IX.
[5] John XXIII, Allocution Gaudet Mater Ecclesiae of 11 October 1962, in AAS, 54 (1962), p. 792.
[6] Roger T. Calmel o.p., Breve apologia della chiesa di sempre, Editrice Ichtys, Albano Laziale 2007, pp. 10-11.
[7] John Vennari, The Permanent Instruction of the Alta Vendita, Fatima Center, Buffalo, N. Y. 2018.
[8] Summa Theologiae, II-IIae. q. 1, a. 1.
[9] R. Th. Calmel, o. p., Brève apologie pour l’Eglise de toujours, Editions Difralivre, Maule 1987, p. 23.
[10] Cf. R. de Mattei, Apologia della Tradizione, Lindau, TUrin 2011.
[11] St. Augustine, De Praedestinatione sanctorum, 14, 27, in PL, 44, col. 980.
[12] St. Jerome, Dialogus adversus Luciferianos, n. 19, in PL, 23, col. 171.
[13] Summa Theologiae, I, q. 14, a. 10, resp.
[14] Augusto Del Noce, in Aa. Vv., La crisi della società permissiva, Ares, Milan 1972.
[15] Marcantonio Colonna (Henry Sire), The Dictator Pope. The Inside Story of the Francis Papacy, Regnery Publishing, Washington 2017.